Tu espacio literario: Alicia, la abuela de las risas. Gloria Gómez

Quisiera hablaros de Alicia. Una abuela muy simpática de esas que te sonríen por cualquier motivo.
Voy dos veces por semana a verla. Soy voluntaria de la Cruz Roja y ella es una de las ancianas que viven solas y necesita algo de compañía.
Son las diez de la mañana. Debe estar desayunando. Pico al timbre de su puerta y no me abre. Vuelvo a picar.  Pongo mi oreja en la puerta. Silencio. Ahora no pico, golpeo el timbre sin piedad. Nada. Mutismo absoluto que rompo yo llamándola a grito pelado. Chillo como una chichara, como un elefante enfadado, pero sigue sin haber señal de vida en su casa. Nadie abre.
Tengo una llave de la casa que no suelo utilizar, me impaciento y entro en su morada sin permiso, violando así su intimidad.

Allí está ella, estirada en su cama, tan pancha, con su camisón largo de canesú de encaje, de esos que te recuerdan al siglo pasado.
Le saludo y le pido disculpas por entrar así en sus dominios.
Ella me mira y su hilera de dientes postizos me sonríe.
Tengo que devolverle esa sonrisa mágica que tengo. Es inevitable.
—¿Quieres que te ayude a vestirte? —le pregunto.
—No, hoy me quedo un rato más en la cama, el bebé no me ha dejado dormir.
—¿Qué bebé?
—Ana, te dije que estaba embarazada. ¿No te acuerdas? Luego me acompañas al médico.
—¿Quién leches es Ana? —me pregunto a mí misma.

El otro día ella era una súper heroína, hoy le toca ser madre.
Alicia no tiene hijos, eso sí, nos tiene a nosotros, una legión de voluntarios que nos peleamos por ir a su casa.
Nunca te aburres con ella. Me la llevaría conmigo si no tuviera un tropel de hijos y nietos mocosos que me esperan en casa.
Solo a mí se me ocurre tener seis hijos y ocho nietos. Dos de mis nietos los cuido todas las tardes al salir del cole. ¿Es ley de vida? Nooooo, son ganas de estar con esos pequeños bichos que te animan la tarde y te dejan como una madeja de lana desecha tumbada en la cama de cualquier manera.Hoy creo que voy a tener la mañana entretenida.
—Alicia levántate que tenemos que ir al médico —le digo—. Se nos hará tarde y el ginecólogo no esperará.
Se levanta y se dirige al baño cantando una canción de Antonio Molina.
Soy minerooooooo, y templé mi corazón con pico y barrena
Eso no es cantar, es gritar como un mono aullador.
Voy a la cocina a preparar el desayuno. Ya es tarde. Le dejo su espacio para que aúlle mientras se ducha y se viste.
Tarda mucho pero nunca quiere que le ayude.
Al rato asoma su cabeza y sus dientes relucen entre su dulce cara rechoncha.
—Ramona, ¿Qué haces? No te molestes que ya lo hago yo.
—Soy Esther, Ramona vino ayer —le contesto.
No conozco a nadie con ese nombre, pero callo.
Se sienta y me invita a que me siente.
—¿Eres Ana? ¿Dónde iremos hoy? —me pregunta.
—A dar un paseo.
—Noooo, hoy quiero ir a la selva. Vamos a subirnos a los árboles como Tarzán. ¿Te apetece?
—Ok, iremos a la selva —le contesto con una sonrisa burlona.
Ella no come, engulle como si se fuera a quedarse sin comer días enteros.

—Es lo que tiene los que hemos vivido una guerra. Nos pensamos que mañana no habrá pan y nos lo tenemos que comer hoy todo —me dice cuando le digo que pare.
Su tripa lo dice todo, redonda como una pelota de las grandes comilonas que se mete la jodida.
Me termino mi café descafeinado y la miro con sorna.
Alicia se levanta y me imita.
—Vamos hacer travesuras —me dice—. Se han ido los papás.
—Vamos —le incito yo.
Empieza la función.
—Tengo una idea estupenda. ¿Nos disfrazamos con la ropa de mamá?
Me lleva a su habitación, abre el armario y esparce por la cama todo su vestuario.
Miro toda esa ropa del año de Marí castañas, antigüedades que ella no se pone, pero guarda por si algún día le hace falta.
—Escoge algo Ramona ¿Qué te apetece ponerte? —me pregunta.
Viendo toda esa ropa de última moda no me entran muchas ganas de camuflarme de nada, pero su mueca de felicidad me puede.
—Me disfrazaré de abuela —le contesto.
—Qué poca imaginación tienes. Yo me disfrazaré de lobo.
—Vaya, un lobo que se puede comer a la abuelita —le contesto.
Ella se pone todas las prendas negras que encuentra. Yo me rio a carcajadas de lo ridícula que está. No le importa.
Mi risa es su risa y nos divertimos juntas.
Está ágil, mete sus regordetas piernas por los agujeros de los ropajes que va escogiendo.
Desde luego su disfraz no se parece a un lobo ni de lejos. No sabría explicar la apariencia que tiene ahora mismo. Si Alicia ya es de redondeces, ahora es dos veces más voluminosa que antes. Parece un balón andante.
Se ríe y se ríe.
—Disfrázate Ana que yo ya estoy —me dice carcajeándose de la risa.

Y yo que la veo así, de esa guisa, no puedo ni ponerme una falda negra, feísima, que he encontrado por el suelo. Me troncho y me troncho con ella. Me caigo, mis piernas no me sostienen y flaquean de tanta carcajada.
—Espera Alicia, quiero ponerme esta falda y me pondré un pañuelo que me cubra la cabeza —le digo.
Ella no aguanta más la escena cómica que estamos protagonizando y empieza a gritar entre tremendas carcajadas.
—¡Qué me meo! ¡Qué me meo! —grita dirigiéndose al baño.
Y va dejando un rastro de gotitas por el suelo.
En el váter sigue con su vida. Se lava y me dice:
—Me lo hice encima, Ana. Pásame unas bragas —me ordena.
—Es la risa que me afloja la vejiga.
Y vuelve a destornillarse de la risa, como si nada hubiera ocurrido allí, tan solo hacía unos escasos minutos.
Mientras ella se entretiene con su higiene, yo friego el piso, le paso un trapo para secarlo. No sea que se pudiera resbalar nuestra querida anciana.

—¿La anciana? —me pregunto—. Ella tiene más vitalidad que yo.
¿Cuántos años me dijo que tenía? No recuerdo, creo que setenta y pico.
—Alicia, ¿cuántos años me dijiste que tenías?
— ¿Yo? Ocho, ¿y tú?
— ¿Yo? Siete —Y nos volvemos a tronchar de la risa una vez más.
A veces pienso que su cabeza funciona correctamente, que ella es así. Alegre, para camuflar su vida aburrida con las historias que se inventa. Ya me gustaría ser así a mi cuando tenga unos años más. No queda mucho, tengo sesenta y cinco años.
Así se me pasan las horas con ella.
—Ana, ¿Vendrás mañana? —me pregunta.
—Mañana viene Tonio —le contesto.
Ya me gustaría volver otra vez yo. La jodida abuela tiene algo que engancha.
—Ahora me tendré que vestir otra vez. ¿Qué haces con esa ropa Ana? —me pregunta cuando sale del escusado.
Y se mira ella y me remira a mí. Se acuerda de lo ocurrido hace unos momentos y el cachondeo vuelve otra vez.
—Al final no hemos ido al ginecólogo —me dice.
—Tampoco nos hemos subido a los árboles como Tarzán —le contesto.
Van pasando las horas con aventuras inimaginables que a ella se le ocurren. Nada es lógico en esta casa. Luego me toca recogerlo todo, mientras la anciana retozona se mofa de cualquier cosa.
Y me voy regocijándome en mis pensamientos, haciendo un cálculo mental de lo que nos podría ocurrir el próximo día.
Con Alicia, todo es así de imprevisible.

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